Diario de León

LITURGIA DOMINICAL

Jesucristo, rey del Universo

Publicado por
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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CON ESA FIESTA finalizamos el Tiempo Ordinario y el Año Litúrgico. El domingo próximo comenzaremos un nuevo Adviento. Terminamos subrayando, reconociendo y confesando que Cristo es el Señor. La Iglesia peregrina acoge el don de la fe en Cristo y, con la potencia que le presta la Iglesia celeste, proclama para los vientos de la historia que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre. Sólo El es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos del devenir humano y de las peripecias de las culturas, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de las aspiraciones más hondas y legítimas de los hijos de Adán. El Sínodo Diocesano lo recordaba de una forma muy hermosa, en los términos que siguen. La fuerza del Espíritu, que nos llamó hace siglos a ser Iglesia de Cristo, nos mantiene en el compromiso de ser sal y luz en medio de estas tierras leonesas y de las gentes que las pueblan. El rumbo de nuestra peregrinación nos lo señala y nos lo mantiene la esperanza de que un día, no lejano, Jesucristo, el Señor, volverá para entregar al Padre la obra terminada, que empezó, fuera del tiempo, en el corazón de Dios y se hizo historia en la plenitud de los tiempos, cuando el Verbo se encarnó y habitó entre nosotros. Nuestra esperanza se reafirma cuando descubrimos que, en muchas de las inquietudes y de los acontecimientos humanos, hay «semillas del Verbo»; cuando adivinamos que, en los signos de los tiempos, están semiocultas las caricias de Dios; cuando entendemos que, en todos los intentos por humanizar la vida, las relaciones y la cultura, está presente el susurro del Espíritu Santo. Nuestra caridad nace del corazón de Cristo dormido en la cruz y nos impulsa a admitir que Dios ama en nosotros lo que amaba en Él; a adivinar que, en el mandamiento nuevo del amor mutuo, está la señal de que su Amor es más fuerte que la muerte; a convertirnos en buenos samaritanos que hacen a los pobres y a los heridos por la vida nuestros preferidos; a poner la mano en el arado, sin volver la vista atrás, para roturar los surcos de un cielo nuevo y una tierra nueva, en la que ya no habrá ni muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se desvanece como una niebla pasajera. El modelo perfecto y acabado, para que nuestra Iglesia diocesana clave su ancla en el corazón del mundo, es Cristo, que, aun siendo de condición divina, se despojó de su grandeza, tomó condición de esclavo y se humilló a sí mismo; se hizo obediente a la voluntad del Padre hasta la muerte, y muerte de cruz; y descendió a los infiernos de esta tierra, de todos los hombres y de cada uno. Nuestra Iglesia, que no es de este mundo, que grita que la plenitud está más allá de las fronteras terrenales, que necesita ver ella misma, por encima del mundo, el rostro de Dios, sin embargo está encarnada en este planeta, existe para esta tierra y es imagen del rostro amoroso de Cristo, en todos los rincones de nuestra geografía. Somos compañeros de camino de cuantos buscan a Dios entre la niebla. Somos lazarillos en quienes los ciegos de este mundo se pueden apoyar, para acertar con el norte. Somos ciudadanos que no tenemos aquí casa definitiva y que, por eso, compartimos con los demás, sin atisbos de suficiencia, que es posible encontrar las claves, que se nos dan en Cristo, para desvelar los misterios sobre Dios, sobre el Hombre y sobre el Mundo. Pero hay que reconocer que «andamos mal todavía» y por eso habremos de desear y gritar: ¡Ven, Señor Jesús!.

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