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León

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«NOS PARECE que debemos dirigiros una invitación, casi una llamada, un grito: ¡Venid! ¡Venid porque se os espera! ¡Venid, que se os conoce! ¡Venid, porque algo estupendamente nuevo está preparado para vosotros! ¡Venid!»

Es éste un discurso apasionado y afectuoso. Lo pronunciaba Pablo VI el día de Navidad de 1965 desde el balcón central de la Basílica Vaticana. El día 6 de diciembre había concluido el Concilio Vaticano II. En él habíamos redescubierto a Cristo y a su Iglesia. Creíamos que el mensaje de Jesucristo no restaba al ser humano nada de su dignidad ni oscurecía sus mejores esperanzas. Al contrario. Sabíamos que la fe en el Evangelio acogía los gozos y esperanzas de toda persona, para purificarlos y llevarlos a su plenitud.

Unos días más tarde, en la fiesta de la Navidad, el Papa Pablo VI dirigía su mirada a toda la humanidad y la invitaba a acercarse confiadamente al misterio de Jesucristo. Su voz resonaba con tonos de fe y de amistad:

«¡Hombres sabios y hombres poderosos; hombres jóvenes y hombres que sufrís! Venid al nacimiento de Cristo; venid y buscad; buscad y encontrad en el Evangelio, en la buena nueva anunciada en el Nacimiento, lo que es indispensable a la prosperidad y a la paz de la humanidad».

Los que estábamos en la Plaza podíamos preguntarnos cuál había de ser el objeto de esa búsqueda y ese hallazgo. ¿En qué consistía ese regalo imprescindible para asegurar la paz y la prosperidad del mundo? El Papa concluía su discurso exponiendo los tres regalos que el Evangelio de Jesús podía ofrecer a la humanidad:

«Es decir, la ciencia del hombre, la ciencia de la verdadera naturaleza y de sus destinos; la ley para el hombre, que debe gobernar, sobre todas las otras leyes, toda conciencia y toda comunidad, la ley del amor y, por eso, la hermandad, la solidaridad, la colaboración, la paz; y después la energía dada al hombre para realizar la empresa, jamás terminada, de aquella civilización que no ahoga a sus ciudadanos y que no se derrumba por la mole y el peso de su misma grandeza; la energía misteriosa que sólo la fe nos puede procurar. ¡Venid! ¡Venid todos!»

La sabiduría para conocer el camino, la ley del amor para diseñar la paz universal y la fuerza para programar una cultura humana y humanizadora. Esos son los tres grandes dones que aporta al mundo la fe en el Niño que nace para nuestra salvación.

Ahora que vemos cómo se silencia el sentido cristiano de la Navidad y que nuestra cultura pretende olvidar aquel mensaje, es preciso presentar los dones de la fe.

Y es obligado evocar aquellas vibrantes palabras de Pablo VI en el año en que hemos recordado los treinta años que han transcurrido desde su muerte.

La Navidad no es sólo la fiesta de invierno. Es la gran invitación al hombre, a todo hombre, para que descubra en el evangelio la sabiduría, el amor y la energía que necesita para pensar una civilización realmente humana.

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