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León

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CON LA FIESTA de este domingo terminamos los cristianos el tiempo de la Navidad, aunque para nuestro mundo éste sea, ya desde hace días, «el tiempo de la rebajas». Con la escena del Bautismo podemos decir que comienza el tiempo del ministerio público de Jesús, el que le llevará hasta la Cruz y la Resurrección. El núcleo de la liturgia de este día es el texto del evangelio que nos muestra a Jesús en el momento de ser bautizado por Juan en el Jordán, y es ungido por el Espíritu Santo y proclamado Hijo de Dios por la voz del Padre desde el cielo. Sin duda esta escena, muy elaborada, presenta un gran contenido teológico y, concretamente, trinitario: el Padre revela que Jesús es su Hijo y lo unge con el don del Espíritu. A partir de aquí, Jesús ya puede empezar a llevar a término la misión encomendada por el Padre en medio de los hombres. Conviene aclarar que el bautismo que recibió Jesús no es el primer sacramento de la Iglesia que nosotros hemos recibido y que celebramos. A veces nos armamos un lío con todo esto. Hay que subrayar que el bautismo de Jesús en el Jordán anunció el nuevo bautismo, el que vino por su Muerte y Resurrección. De todos modos, el bautismo de Cristo en el Jordán ofrece perspectivas al bautismo de los cristianos. El prefacio de la misa lo remarca. El ritual del bautismo se referirá a él de este modo: «Oh Dios, cuyo Hijo, al ser bautizado en el agua del Jordán, fue ungido por el Espíritu Santo». Estas palabras son pronunciadas también en la bendición del agua en la Vigilia Pascual. Tenemos, pues, aquí iluminado nuestro bautismo: fue un renacer del agua y del Espíritu. Una buena oportunidad para agradecer la gracia del bautismo. Y para sentir la dicha de estar bautizados. Ciertamente, nuestros padres nos transmitieron lo mejor que ellos tenían. Sabemos que ha sido ésta la herencia más generosa. Una entrada en la vida, en la verdadera dimensión que se abre a la trascendencia. Es importante que nos demos cuenta hoy, fiesta del bautismo del Señor, de que para ser cristiano en plenitud no basta haber sido bautizado. De hecho, a menudo este bautismo se reduce a una solemnización familiar y social del nacimiento de un niño, y nada más. Para ser cristiano de veras, es necesario abrirse interiormente a la fuerza del Espíritu.

Como Jesús, tendremos y viviremos una vida discreta, sin grandes gestos ni gestas, pero vida de hijos de Dios, animados por el Espíritu del Señor, en camino hacia la patria del cielo. Nuestro estilo ha de ser el del Señor, el estilo de los que sigan a Jesús, de los que reciban su bautismo

con Espíritu Santo

. Y por ello mismo, ése será el modo de hacerse presente la Iglesia en el mundo. Sin grandes señales de poder, sin soberbias discusiones, sin promesas de trato preferencial de Dios en favor de los suyos. Todo mucho más sencillo. Los cristianos, como Jesús, pasarán por la vida

haciendo el bien

: amando a quien los odia, construyendo paz, haciendo felices a los niños, poniendo esperanza en los corazones acorralados por el miedo, o por la soledad. Por donde pase un cristiano seguramente no quedarán estatuas ni placas conmemorativas. Se notará su paso en algo mucho más simple: en que las personas de aquel lugar habrán empezado a vivir con más libertad, con más esperanza, con más fraternidad.