Leyendas que prestan
El monje que reza de noche
león
Los canónigos, los fieles y los turistas no son los únicos habitantes de la Catedral. En absoluto. En realidad son una especie de gentes de paso, de advenedizos, de intrusos que dan voces y hacen ruido, molestando, quizá, a los auténticos habitantes de la Pulchra . Los verdaderos inquilinos del gran templo leonés están por todas partes: en el techo, en el suelo, en el coro, en las puertas, en las cornisas, en las paredes, en los pináculos... agazapados, sigilosos durante el día, espiando los pasos de los invasores, siguiéndoles con sus ojos esculpidos en piedra, tallados en madera, emplomados en vidrio, pintados sobre tabla. Forman una inmensa legión de seres pintorescos; augustos unos, repugnantes otros, singulares la mayoría. Reptan por los capiteles o alzan sus cabecinas, miran desde lo alto o atisban desde lo bajo, todo lo controlan. La espectacular sillería del coro es uno de sus habitáculos preferidos. Allí se apiñan los reyes al lado de los monstruos, los ángeles junto a los demonios. El fraile que lee las Escrituras, muy curiosín y con los anteojos puestos, parece bisbisear una oración. No es para menos. Está rodeado por el Mal, por el Vicio, el Misterio y la Zafiedad: el basilisco, que mata con la mirada; el asno ignorante; el grifo; el gocho gaitero; los hombres-pez; el perro que rebaña la cazuela; el salvaje; el cura lascivo y las escenas del Mundo al Revés. Por la noche, al pobre beato se le escucha rezar por el alma de los perdidos. Su rux-rux , semejante al sonido de la carcoma, llena la Catedral. Y desde su puesto vigía, el Topo se sonríe.