LITURGIA DOMINICAL | JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
Comercio con Dios
EL FRAGMENTO evangélico que leeremos este domingo es uno muy conocido: el de la expulsión de los mercaderes del Templo. Un texto que nos presenta a un Jesús enfadado por que han convertido la casa de Dios en una cueva de bandidos. Una actuación que deja a unos sorprendidos y a otros irritados; por eso le piden una explicación, un signo que les haga comprender el porqué de su actuación. La respuesta de Jesús es un enigma, un misterio; o más exactamente, una frase de doble sentido que, sólo desde el misterio, es posible comprender. Sólo situándose en la dimensión misterio, desde la fe, es posible entender el verdadero significado de esas extrañas palabras de Jesús: él es el templo que se reconstruirá a los tres días de ser destruido, él es quien resucitará al tercer día.
Tampoco estamos aquí ante una anécdota, sino ante una grave advertencia dirigida a nosotros mismos: a Jesús sólo lo entenderemos bien desde la fe, desde una auténtica experiencia de fe; en esto no vale ni tan siquiera una actitud de una cierta «credulidad». Y entenderlo es comprenderlo (en la medida en que esto nos es posible), y es admitir que en él siempre nos quedará algo por descubrir, y es, sobre todo, seguirle, ponernos en camino tras él, vivir como él, entregarnos a los demás como él, darles nuestra vida como él. Al mismo tiempo estas palabras de Jesús son también una grave advertencia contra el desánimo, la desesperanza, la desconfianza con que a veces nos dirigimos a Dios. Quien sabe entenderle, quien le conoce, sabe perfectamente que el bien triunfará sobre el mal, la vida sobre la muerte. Pero esto lo descubre, sólo, quien ha conocido a Jesús y ha puesto su confianza en él.
Cristo quiere que los hombres se encuentren con el Padre sin intermediarios o traficantes de cualquier clase. Eso es lo que quiere; y por eso anuncia la destrucción de un templo hecho por manos de hombres y su sustitución por otro levantado por la fuerza de Dios. La casa de Dios es la Iglesia: Jesús sustituye el templo de Jerusalén por su cuerpo resucitado, levantado por la fuerza de Dios, que es el Espíritu Santo, por tanto transido por esa fuerza, espiritualizado, no sometido ya a tiempos y lugares. De ese cuerpo todos los que creemos en él somos miembros vivos, unidos a él por la fe, compactados por él como piedras vivas para formar una sola comunidad de creyentes. La casa de Dios, el verdadero templo, es Cristo y los que se incorporan a Cristo por la fe, la Iglesia.
Lo malo es que intentemos de nuevo domesticar a Dios, encerrarlo en fórmulas, ritos, prácticas, instituciones y cánones. Como si pudiéramos empaquetarlo, disponer de El y utilizarlo después en nuestro provecho. Porque Dios no habita en «espacios cerrados», porque es siempre mayor. Porque Dios sólo se hace presente cuando nos abrimos a su voluntad y no cuando lo sometemos a nuestro antojo. Porque existe cuando lo amamos por encima de todo, cuando esperamos en él después de todo y a pesar de todo, cuando creemos por encima de nuestros prejuicios e intereses. Porque se puede decir que Dios sólo existe en el mundo cuando nosotros somos verdadera Iglesia, esto es, verdadera «casa de Dios». Y por tanto, apertura incondicional a los demás.