Leyendas que prestan
No hay más reina que ella
león
La temen todos: el taimado topo, el león de la más alta veleta, los santos multicolores, los descascarillados monarcas de las portadas... se estremecen cuando ella pasea por la nave central con ese lento andar que tiene, medio de lado, bamboleando la cabeza pelada, arrastrando el gadaño ya mellado, observándolo todo. En sus ojos vacíos, a la vez, el desdén y el interés.
Temblequean los vidrios de los que están hechos los profetas. Se esconden las gárgolas bajo las cornisas, y se les desdibuja la sonrisa permanente y musgosa. Miran para otro lado las efigies de los obispos. Los sepulcros se hunden aún más en el enlosado. Evitan todos los habitantes de la Catedral a la reina de los rincones oscuros. Y no tanto por lo que pueda hacer con sus pequeñas o grandes almas, que permanecerán unidas a la Pulchra hasta que ésta cumpla su destino, sino porque tiene un carácter de lo más difícil y enojadizo, con terribles cambios de humor y explosiones de ira chirriante que dañan los oídos de la gran familia de criaturas catedralicias. Cuando se ponen a jugar al mus los pequeños seres alados del coro, ella gusta de asaltarlos y ponerlos en fuga como si fueran una bandada de polillas asustadas. Salpica con agua bendita a los diablos pintados en las tablas, y tira los incensarios haciendo toser a los patriarcas. No es fácil la convivencia con ella.
A veces sufre arranques de locura y trepa por la pared como una araña. Se cuela por un furaco y se mete en el campanario para tocar la mayor de las campanas. Algún vecino que camina por la calle se detiene y se pregunta extrañado: «¿Quién tocará las campanas en mitad de la noche?» Ella, agarrada al badajo, ríe con su boca descarnada.