A CADA DÍA SU AFÁN | JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS
El lince y el niño
EN MUCHAS partes del mundo, el día 25 de marzo se celebra la Jornada por la Vida. Nuestra sociedad ha dedicado determinados días del año a recordar a personas o problemas especialmente llamativos. Hay un día de la mujer y un día del niño. Hay un día del trabajo y un día del cáncer, un día de la diabetes y un día del sida (AIDS).
Hemos dedicado días especiales a diversos episodios de la vida, pero se nos había olvidado dedicar un día a la vida misma.
La Jornada por la Vida trata de ayudarnos a pensar en la amenaza que la vida humana está sufriendo cada día a lo largo y ancho del planeta. El hambre y la enfermedad, las catástrofes naturales y los incidentes del tráfico o del trabajo, los actos terroristas y la locura de un desalmado sin control. Son muchas las circunstancias que nos hacen recordar que la vida humana es frágil y sujeta a riesgos y amenazas de todo tipo.
Con todo, el mayor riesgo lo afronta la vida del que todavía no ha llegado a ver la luz. En un mundo en el que se pide que cese la pena de muerte a los culpables de algún delito, se permite, se tolera y hasta se promueve la pena de muerte a los inocentes y desvalidos.
Hay que reconocer que somos unos depredadores de la naturaleza. Al fin se ha despertado la conciencia ante el desastre. Pero en la mayor parte de los países desarrollados muchos animales se encuentran mucho más protegidos que el ser humano. Todos ellos son objeto de vigilancia y de atención continua. Es más delito matar un lince que dar muerte a un bebé la víspera de su nacimiento.
Es claro que al compararlos no se pretende promover la extinción de los animales, sino la tutela de los seres humanos. Los ecologistas suelen decir que la defensa de un ave no ha de empezar cuando comienza a alzar el vuelo, sino cuando todavía se encuentra en el huevo. Muchos nos preguntamos ¿por qué no aplicar el mismo criterio de protección a la vida humana?
Los que creemos en el Dios de la vida hemos de reconocer nuestra parte de culpa en el desprecio a la vida humana en muchas de sus formas. Pero nuestro sentido de culpa no se limpia con bellas palabras, sino con un empeño efectivo y solidario en defensa de la vida de los que son menos defendidos.
Evidentemente, el empeño por defender la vida del hijo no nos lleva a olvidar la necesidad de defender a la madre. Como escribió alguna vez Juan Pablo II, la mujer tiene a veces que pagar, ella sola, por algo de lo que no es la única y sola responsable. Una mayor formación integral. Una educación de la libertad. Un respeto a su dignidad moral y a su vocación maternal. Una mayor vigilancia de los que las someten a engaños y violencias. Y unas medidas más generosas para acoger a los hijos que traen al mundo. Todo habría de contribuir a defender y promover la vida humana.
Nadie puede olvidar que la vida es el primero de los derechos y el mayor de los tesoros que poseemos.
José-Román Flecha Andrés