Diario de León

LITURGIA DOMINICAL | JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Domingo de Ramos

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JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
León

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COMENZAMOS la Semana Santa, en la que conmemoramos la Pasión, Muerte y Resurrección de Señor Jesús. La inauguramos con este «Domingo de Ramos». Desde el siglo V se celebraba en Jerusalén con una procesión la entrada de Jesús en la ciudad santa, poco antes de ser crucificado. Debido a las dos caras que tiene este día, se denomina «Domingo de Ramos» (cara victoriosa) o «Domingo de Pasión» (cara dolorosa). Por esta razón, el Domingo de Ramos -”pregón del misterio pascual-” comprende dos celebraciones: la procesión de ramos y la eucaristía. Lo que importa en la primera parte no es el ramo bendito, sino la celebración del triunfo de Jesús. Su muerte es consecuencia de su obrar. La resurrección debe entenderse como toma de posición de Dios en favor de Jesús y, por tanto, como iluminación de la cruz. Jesús no queda en poder de la muerte, sino fuera de la misma. La cruz de Jesús no se entiende si no es desde la totalidad de su vida; pero, a su vez, su muerte no tiene sentido si no es por la resurrección, clave de lectura de todo lo previo, a saber, el condicionamiento del vivir de Jesús y de nuestro propio vivir.

El pueblo cristiano se ha identificado y se identifica a su modo con el Crucificado, más que con el Resucitado, quizá porque su historia es una historia de sufrimientos. La teología pascual de la resurrección no le hace mella; intuye en lo profundo una teología de la cruz. En nuestros pueblos y ciudades se venera a Cristo como «varón de dolores» con el que se identifica. Por esta razón se ha hecho del Viernes Santo, no de la Pascua, la fiesta cristiana popular por antonomasia. La muerte de Cristo es símbolo de todo sufrimiento, tanto del natural como del provocado. Muy en segundo plano queda la cruz como imagen del «Rey de la gloria» o del Cristo resucitado. En ese Dios desamparado y cercano, no en el Todopoderoso distante, encuentra alivio el ser humano al buscar bálsamo para sus sufrimientos. Naturalmente una cosa es el uso y abuso de la cruz como apaciguamiento de esclavos, y otra la aceptación popular del dolor y la muerte de Cristo, expoliado y crucificado por hacerse hermano y amigo de publicanos deshonestos, mujeres de mala vida, leprosos, pecadores y extranjeros que no respetaban las leyes judías.

Esa actuación silenciosa y decidida de Jesús frente a su propia muerte había sido anunciada por los profetas del Antiguo Testamento. La primera lectura nos ofrece la pintura que Isaías hace del Siervo de Dios: un hombre que sabe decir palabras de consuelo a los apenados, no mediante largos discursos, sino mediante la aceptación del sufrimiento. Y en la segunda lectura, San Pablo, explica teológicamente el dolor y la muerte de Cristo, como una consecuencia ineludible de su condición humana: Jesús fue totalmente hombre, hasta llegar a la más perfecta solidaridad con los que sufren.

Delante de las miserias de los hombres, Jesús calla, pero carga silenciosamente todo el peso del mal sobre él mismo, todo el peso del dolor y de la muerte. Y este silencio de Cristo, que es también silencio de Dios, es más elocuente que todas las palabras. Los cristianos no tenemos que ir por el mundo haciendo largos y bellos discursos sobre el sentido de la vida y de la muerte: la única actitud verdaderamente cristiana es la que, a ejemplo de Jesús, nos hace vivir silenciosamente todo el dolor del mundo, venciéndolo con la fuerza del amor.

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