LITURGIA DOMINICAL | JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
Recibid el Espíritu Santo
CON ESTE II Domingo de Pascua completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas -”juntamente con la de Navidad-” que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo. El saludo pascual de Jesucristo resucitado nos dice que este tiempo ya ha llegado. El ofrece la paz, porque por medio de Él, y creyendo en El, es posible la experiencia de la alianza, de la intimidad con el Señor; la experiencia constante del amor tierno de Dios Padre; es posible la comunión fraterna, que es reflejo de la comunión con la Santa Trinidad.
Por decisión del Papa Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como él mismo explicaba, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. «Misericordia» proviene de dos palabras: «Miseria» y «Cor». Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.
Las lecturas de este domingo nos han propuesto un cuadro ideal de la comunidad cristiana, consecuente con la Pascua que celebra: una comunidad de hermanos, una comunidad de misioneros, una comunidad de «renacidos». La Pascua vuelve nuestra mirada hacia nuestro propio interior para que nos descubramos a nosotros mismos y cimentemos una riqueza amasada de autenticidad. Cristo era el bien común de todos, y por ese bien común descubrieron que también todos sus demás bienes debían ser comunes. Los bienes no eran considerados como fuente de alegría y goce personal, sino como medios de subsistencia para todos sin igual. Lo que pasa entre nosotros es que, quizá, hicimos de Cristo una propiedad privada. Todo lo que es mío es mi «cristo»; o, dicho en otras palabras, lo importante son nuestras posesiones privadas. Nuestro señor el dinero es el cristo que nos aporta sus fugaces momentos de alegría y de paz. Incluso llegamos a transformar la Misa en una propiedad privada: nos da lo mismo, muchas veces, que estemos solos o acompañados, con tal que haya sacerdote que nos diga la Misa según nuestra particular intención.
Es probable que alguna vez todos hayamos dudado de la presencia de Cristo resucitado, pero el evangelio nos dice que detrás de esa duda se esconde otra cosa: también negamos o dudamos de la presencia de algunos de nuestros prójimos, porque vivimos como si no existieran. En la medida en que metamos nuestros dedos en las llagas abiertas de la comunidad, en su dolor, en sus angustias, en sus enfermos y pobres; en la medida que toquemos ese cuerpo sufriente y lo reconozcamos como nuestro cuerpo, en esa misma medida descubriremos a Cristo resucitado. Aquí está nuestro Señor y nuestro Dios, y aquí es donde debemos adorarlo y servirlo.