LITURGIA DOMINICAL | JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
Pentecostés
SI CON LA ASCENSIÓN del Señor, los apóstoles recibieron el mandato de predicar el evangelio a todas las naciones, en Pentecostés recibieron la fuerza para realizar su misión. En el evangelio de san Juan que se lee en esta fiesta, Jesús hace a sus apóstoles partícipes de la misión que él mismo ha recibido del Padre: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»; luego exhaló su aliento sobre ellos y añadió: «Recibid el Espíritu Santo». Desde el primer momento, desde el tiempo de su primera manifestación al mundo, la Iglesia se ha mostrado misionera. En palabras del Concilio Vaticano II: «La Iglesia peregrinante es misionera por naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre».
Al recibir el Espíritu Santo, los apóstoles se convirtieron en hombres nuevos. Su temor se desvaneció y comenzaron allí inmediatamente a predicar la buena noticia a las multitudes congregadas en Jerusalén. Proclamaban las «maravillas de Dios» y «se agregaron aquel día unos tres mil». Hay una relación clara entre el don del Espíritu y la misión de la Iglesia.
Es el Espíritu Santo quien inspira en los fieles el sentido de misión. Al igual que el apóstol Pablo, son conducidos por el «Espíritu de Jesús». Movidos por su gracia, se sienten impulsados a compartir con otros lo que ellos mismos han recibido. Son portadores de la buena nueva para los demás hombres, haciéndoles conocer la fe y salvación que viene de Cristo. La actividad misionera de la Iglesia lleva adelante el plan salvífico de Dios en el mundo. Es su voluntad que todos se salven y alcancen el pleno conocimiento de la verdad. En obediencia a esta misma voluntad del Padre, Cristo llevó a cabo la obra que le había sido encomendada. La Iglesia, en obediencia a su fundador y ayudada por el Espíritu Santo, continúa la obra salvífica de Cristo en el mundo. El evangelio se ha de predicar a toda la creación, y la Iglesia, sacramento de salvación, se ha de hacer presente en todos los pueblos. Esta es la misión especial de las congregaciones y sociedades misioneras. Los misioneros dedican sus vidas a la tarea de evangelizar a todos los pueblos del mundo, preparando los caminos al Señor e implantando la Iglesia donde todavía no está presente. Pero aunque no todos seamos misioneros en el sentido estricto, todos participamos en la actividad misionera de la Iglesia. Por el bautismo hemos sido llamados al apostolado y, por tanto, tenemos una misión. Es también una misión de ejemplo, ya que, con nuestro modo de vivir, debemos mostrar las verdades y valores que profesamos.
Con la fiesta de Pentecostés se cierra el ciclo pascual. Es un final y un comienzo: un final de las celebraciones y un nuevo comienzo hacia adelante en nuestro peregrinar cristiano. El período en que entramos ahora, conocido como tiempo ordinario, es un Pentecostés continuado. Los Hechos de los Apóstoles comenzaron con Pentecostés, y esta fiesta es un nuevo comienzo para la Iglesia y para nosotros. Nuestras vidas deben impregnarse del Espíritu. En el Espíritu nuestra relación con el Padre es de hijos adoptivos en Jesucristo. Amor a Dios y a los hermanos ha de ser el motivo-fuerza de nuestra existencia. Hemos de imitar a Dios «como hijos suyos muy amados». Pentecostés es un punto de partida y un programa.