Diario de una aventura
Catedrales submarinas de hielo
«Buceamos por un laberinto fascinante de cuevas de hielo hasta que el intercomunicador grita: ¡la grieta se cierra! Casi no lo contamos»
Amigos, hoy me resulta difícil describiros los buceos que hemos realizado desde la última crónica. La frase con que la describiría es la de catedrales submarinas de hielo.
Amanece un buen día. Nos ponemos en marcha hacia el norte arrastrando los trineos con las motos de nieve y después de un buen rato pilotando por un laberinto de hielos, alcanzamos una zona en la que hay verdaderos torreones de hielo varado en el borde de la banquisa ártica. Nos asomamos y alcanzamos a ver un agua muy transparente donde descienden icebergs en vertical. Los vemos a través de aguas de color turquesa. ¡Es perfecto para bucear! Sólo hay un problema: tenemos una grieta de unos 50 metros de larga por 10 de ancha, pero se está cerrando lentamente. Calculamos que nos da tiempo a ponernos los equipos y descender a ver ese extraño y mágico mundo. Dicho y hecho, estrés, prisas, nervios y la grieta cerrándose. Llega el momento de decidirse si tirarnos o retirarnos. Decidimos: nos vamos para abajo. Esta vez llevo dos pares de guantes, y se nota, aunque según me tiro, siento un frío atroz. Meto la cabeza y me voy al abismo negro. Hay que saber controlar bien el descenso pues aquí es fácil irte al fondo muy deprisa. Si luego no encuentro la grieta estoy muerto.
Según descendemos ya nos hacemos una idea de la magnitud del hielo; son una obra de arte las formas caprichosas del hielo submarino. Bloques de hielo apilados unos encima de los otros, con cuevas, pasadizos, una especie de chupiteles, y todo al revés, boca abajo. Es algo fascinante. Nos metíamos por cuevas submarinas de hielo que atraviesan el iceberg, nos dejamos llevar por la belleza de hielo y a nuestros pies el negro absoluto del abismo.
Todo iba bien hasta que desde arriba nos avisan a los intercomunicadores que la grieta se está cerrando a una velocidad increíble, que avanza sin parar. Estamos muy profundos y dentro de cuevas de hielo, por lo que nos costará ascender un buen rato y luego nadar bajo el agua hasta la grieta, que en ese momento ya sólo era de diez metros por tres de ancho. Si se cierra estamos atrapados y muertos. El intercomunicador grita: ¡coño, subir, que se cierra! En un ascenso vertiginoso alcanzo el borde, y me mantengo a unos cinco metros haciendo la parada de seguridad, mientras espero mirando hacia el azul profundo a que aparezcan María y Óscar con las pesadas cámaras submarinas. No llegan y la grieta no para de cerrarse. Les llamo desesperadamente por el intercomunicador, y les oigo bajito, pero les oigo.
Arriba Tigre, Thomas y Emilio están hechos un manojo de nervios. Nos dicen que avanza a tanta rapidez que esta desarmando el mismísimo borde de la banquisa, de la presión que ejercen los cascotes sobre el borde helado. ¡Ya les veo!, veo la luz de la cámara. ¡Uf¡ qué alivio ya casi están. Les hago señas para que aceleren y yo me voy hacia fuera por la estrechísima grieta que queda. Mientras esperaba se desplomó una plancha de hielo que cerró la grieta por un lado, y el pequeño iceberg amenaza con desplomarse del todo. Según asomo tiran de mi cuerpo y salgo con botellas y todo a la superficie del hielo. Después lo hacen María y Óscar. Y en ese momento y sin quitarnos aun las aletas, se cierra de repente la grieta y además empieza a colapsarse la banquisa. Ha sido increíble a la velocidad a la que se desarrollaron los hechos. Por un minuto casi no lo contamos. ¡Qué nervios!