Diario de León
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Cada día su afán José-Román Flecha Andrés

En la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo se ha cerrado oficialmente el Año Paulino. Había sido convocado por el papa Benedicto XVI para conmemorar el bimilenario del nacimiento de Saulo de Tarso. Al final de estos doce meses podemos preguntarnos qué nos ha quedado de este año, tan lleno de actividades, publicaciones y discursos.

Bastantes personas han aprovechado esta ocasión para realizar un viaje siguiendo las huellas de San Pablo. Tarso de Cilicia, Antioquia de Pisidia, Iconio, Éfeso, Tesalónica, Atenas, Corinto, Chipre y Malta. En algunos de esos lugares es muy tenue el recuerdo del Apóstol. Hace muchos siglos que la cultura cristiana ha sido barrida de las tierras de Turquía. Son también numerosos los creyentes que han visitado la basílica romana de San Pablo Extramuros, situada en la Via Ostiense, donde Pablo fue martirizado. En ella se conserva el sepulcro del Apóstol de los gentiles, es decir, de los paganos. Los miles y miles de peregrinos que han pasado por allí han encontrado en ella un bellísimo lugar de paz y de meditación.

De todas formas, son muchos más los cristianos que, a lo largo de este año, y desde cualquier parte del mundo, han redescubierto la figura de San Pablo. Aun desde un punto de vista meramente humano es un personaje impresionante. Por el bagaje tricultural de su formación. Por la amplitud de sus viajes y sus escritos. Pocas personas se le pueden comparar. Pero Pablo es mucho más imponente cuando se le sitúa en el campo religioso. Pablo es un gigante de la fe. Un hebreo fiel y un celoso guardián de las tradiciones de Israel. Nunca renegó de su fe judía. Pero su mismo judaísmo le llevó a descubrir que su fe no sería perfecta si no culminaba en Jesús, es decir en el reconocimiento de Jesús como el Mesías prometido.

Juntas, la cultura griega y la fe cristiana, fueron llevando a Pablo a reconocer la universalidad de la vocación del ser humano. Él había visto en Jerusalén el muro que separaba a los judíos de los paganos. Pero llegó a descubrir que toda persona puede encontrar en Cristo la luz, el camino y la salvación. Y eso, con independencia de la raza y del lugar de origen.

Pablo comprendió que no podía alcanzar su justificación religiosa por un cumplimiento escrupuloso de las normas de la Ley de Moisés. La verdadera santidad venía por la imitación del Cristo. El pecado no era la mera transgresión de una norma externa, sino el rechazo de la cruz de Cristo. Es decir, del camino de abajamiento y humanización que había seguido Jesús.

En la nueva puerta abierta este año en la basílica romana de San Pablo ha quedado grabada, en griego y en latín, la frase que recoge la experiencia espiritual del Apóstol: «Vivo yo, pero no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Ése es el testimonio de Pablo. Y ése es el mensaje que nos deja al finalizar el año a él dedicado.

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