El escándalo de la Palabra
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
El relato evangélico de este domingo nos narra el desprecio que los vecinos de Nazaret sienten por Jesús, precisamente porque es uno de ellos, un vecino de toda la vida, al que han visto crecer; por eso el texto original es más contundente: «se escandalizaban de él», es decir, Jesús era piedra de escándalo para sus paisanos, daba lugar a que éstos se escandalizaran. Los paisanos de Jesús parten de los conocimientos que tienen sobre él, pero se encierran en esos conocimientos, no salen de ellos y son incapaces de ver más allá. Cuando se lee este episodio, viene a la mente aquella afirmación del prólogo de Juan: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». Leído de esta manera, este episodio va mucho más allá de la repulsa de una oscura aldea de Galilea: figura la repulsa de todo Israel. Incluso las motivaciones de esta repulsa van mucho más allá de la resistencia particular de los habitantes de Nazaret: son las resistencias de siempre, arraigadas en el corazón del hombre. La repulsa por parte de los suyos no es ninguna sorpresa para Cristo. Que un profeta se vea rechazado por su pueblo no es ninguna novedad. La novedad sería precisamente lo contrario.
La contraposición con la narración del domingo pasado es evidente. Cuando Cristo encuentra fe, cura y da vida; cuando no encuentra fe, no puede hacerlo. Y precisamente este hecho de no encontrar fe el evangelio de Marcos lo subraya hoy al presentarnos el relato de Nazaret,: son quienes más le conocen quienes más dificultades encuentran para creer en él. Y así se cierran a su don de vida. Para entender debidamente estos dos evangelios y su significativa contraposición, hemos de recordar el sentido que los evangelios dan a los milagros. Fundamentalmente nos son presentados como signos de que Jesús es el Mesías de Dios, capaz de anunciar y realizar el reino de vida y de salvación.
Por tanto, lo que nos dicen estos textos que hemos leído, es que rechazar la fe en Jesús es cerrarse a este reino de vida. Dicho de otro modo: la fuerza de Dios que está en Jesús puede curar e incluso resucitar, pero no puede forzar la fe, no puede actuar sin la colaboración del hombre. Si el hombre se cierra, la fuerza salvadora y vivificante de Cristo no puede nada. Nada.
Este mismo drama de incomprensión se desarrolla también hoy en diferentes niveles. Porque es rechazar a Jesús excluir lo que enseña por medio de su Iglesia; es rechazar a Jesús arrinconar a su Iglesia a una época del pasado y no permitirle una evolución que manteniéndola en lo que es, le permita ser actual.
Es sentir a la Iglesia como algo que no tiene que ver con mi vida, no verla como mi familia. Es rechazar a Jesucristo cerrar los oídos a las críticas, a veces muy duras, pero que quizá están inspiradas en el fondo por el Señor para provocar transformaciones en este o aquel modo de actuar.
Se repite, quizá mucho más de lo que pensamos, aquella situación de Jesús no recibido por los suyos. La verdad no tiene autor ni título ni estuche especial. Hasta nos puede venir de un enemigo o del que está en la acera de enfrente. Si fuéramos sinceros en buscarla, cuántas barreras caerían, cómo valoraríamos a los demás, cómo dejaríamos de condenar al que no piensa como nosotros. Dios me habla por caminos sutiles y vulgares. ¿Quiero escucharlo? ¿Quiero cambiar? ¿Cuáles son las mentiras que esgrimo para quitármelo de encima? ¿Busco con sinceridad la verdad?