Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

E n este decimoséptimo domingo ordinario se comienza a leer el célebre capítulo sexto del evangelio de San Juan, texto largo y fundamental que será dividido para la celebración litúrgica durante varios domingos sucesivos. Todo el capítulo es una gran catequesis que se abre con el milagro de la multiplicación de los panes. A Jesús le seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Y esta multitud curiosa, que busca milagros y situaciones extraordinarias, hoy va a ser testigo y destinataria de un gran «signo». El pueblo siempre está hambriento y es importante descubrir sus diversos niveles de hambre. Existe hambre física. Los gritos de los pobres, de los que no tienen nada, siguen sonando hoy con la misma fuerza y dramatismo que en tiempos de Cristo. Es escandaloso que en la mesa del mundo los alimentos mejores y la abundancia pertenecen a los pueblos llamados cristianos, mientras que la gran mayoría, como nuevos Lázaros, están sentados a la puerta sin tener qué comer. Son muchos miles los que diariamente mueren de hambre. Existe hambre espiritual. Hambre de paz, de unidad, de salvación. Es el hambre último de la fe, que es precedido del hambre penúltimo de la justicia y del progreso. Por eso compromiso social y compromiso espiritual no son dos cosas distintas, ya que no puede existir unidad en la fe sin unidad en el amor. Para multiplicar el pan hay que poner una base, debe existir la colaboración humana. Sin cinco panes de cebada no hubiesen podido comer cinco mil hombres. Siempre es sorprendente constatar que Dios multiplica con más generosidad y por encima de los cálculos humanos. Lo importante es que el cristiano colabore en la acción de Cristo, aunque su contribución no baste para solucionar todos los problemas. La multiplicación de los panes es la negación del sistema económico donde los bienes necesarios para la vida humana son propiedad de unos pocos, donde cualquier mercancía sólo puede ser adquirida con dinero. Jesús introduce el sistema del don, del compartir, de la comunión, del desprendimiento, de la acogida de las necesidades de todos los hambrientos, de la socialización. La palabra de Jesús produce un cambio de mentalidad por el que, ante las necesidades vitales de la humanidad, nadie se reserva para sí en propiedad lo que pertenece a todos. Y esta nueva justicia, este nuevo orden económico, sin duda que es una buena nueva para todos nosotros. Hace falta solamente acogerla con corazón sincero. Para nosotros, cristianos, la clave de la solidaridad está en la Eucaristía, el misterio y milagro que celebramos ininterrumpidamente. Ya no se trata de que Dios multiplique el pan para darnos de comer; Dios mismo se hace pan en Jesús para ser el alimento que sacia el hambre de pan y todas las hambres del hombre. La Eucaristía es el misterio del amor y de la solidaridad del Hijo de Dios con los hombres. Es también el signo de la solidaridad de los hombres entre sí y de todos con Dios. Jesús vino al mundo para que tengamos vida y la tengamos holgadamente. Por eso vino y comenzó por hacerse solidario de los pobres, de los que tiene hambre y sed, de los que sufren, de los que luchan por la paz, de los que son perseguidos y marginados. En Jesús, Dios se ha hecho el prójimo de todos los hombres, para que ningún hombre quede al margen de la solidaridad. Un día sentenciará que tuvo hambre y sed, y no le dimos pan ni agua. Y no lo hicimos con Dios, porque no lo hacemos con el vecino, con el extranjero, con cualquiera.

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