Entre el seguimiento y el interés
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
Es ya muy viejo lo de «el pan y el circo». Muchas veces los humanos nos movemos por esas dos razones y casi siempre con una condición: que no supongan mucha o ninguna implicación y compromiso. Eso es lo que Jesús echa en cara hoy a la gente en el Evangelio: lo siguen no por convicción, por identificación con su mensaje y con su estilo de vida, sino porque «comieron pan hasta saciarse»; lo cual, por otra parte, es legítimo, pero no es suficiente. Antes que el pan, hay que buscar la justicia, el «pan nuestro» que pedimos en la oración fundamental. El pan para todos ha de ser precisamente el principal elemento que sazone y haga nutritivo el pan que el hombre come. Una persona que solamente tiene hambre de pan o de cosas materiales, es fácilmente domesticable. Sólo está libre de ser domesticado el hombre que, además del pan, siente también hambre de verdad, de justicia, de libertad. Por eso, frente a los alimentos y bienes perecederos, Jesús nos enseña que existe algo que perdura para la vida eterna. Frente a los dones concretos, materiales e inmediatos, que remedian el hambre física, es preciso valorar y descubrir el pan que transforma al hombre y lo hace nueva criatura en la justicia y santidad verdaderas.
Nos cuenta la primera lectura de este domingo una situación semejante de hace tres mil años. El pueblo de Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, emprende animosamente el éxodo, la aventura de la libertad. Pero el ejercicio de la libertad es comprometido y no todos los que se declaran partidarios de la libertad asumen con igual empeño su responsabilidad. De ahí que, al cabo de unas jornadas, acuciados por el hambre en el desierto, añoran los ajos y las cebollas de Egipto y menosprecian la libertad. El desierto es el lugar de la prueba, es la intimidad del hombre y la soledad imponente de la decisión. El desierto es la imagen de esta vida y de todo cuanto los hombres hemos ido añadiendo a la vida hasta convertir el mundo en un lugar inhóspito y la vida en un modo de convivencia inhumano.
Vivimos inmersos en un mundo que no quiere conocer a Jesucristo. La consecuencia es inmediata: la vaciedad de criterios se impone. Hombres y mujeres se mueven auténticamente teledirigidos por unos criterios que no soportan el mínimo contraste. Es gozar, y deprisa, lo que importa por encima de todo. Hay que apurar el tiempo porque el tiempo pasa rápidamente y hay que vivir la vida, que es una sola y corta. Por eso interesa «tener». Los hombres y las mujeres de hoy se preparan casi en exclusiva para «tener»: tener dinero, naturalmente, porque eso nos asegura el triunfo máximo; y tener poder, influencia, categoría, belleza; tener placer inmediato e intenso; tener categoría en el ambiente determinado en el que se desenvuelven. No importa «ser», importa «tener». Y esto es tan así que al hombre lo valoramos y lo calificamos no por lo que es sino por lo que tiene. El que tiene más dinero y sólo por este hecho, es más importante que el que no lo tiene; el que tiene dos coches último modelo se siente más importante que el que no ha alcanzado todavía esa deseada meta. Llos hombres que han alcanzado el máximo de todas estas cosas son los que aparecen como paradigmas de la sociedad y son secretamente envidiados por todos; son los que marcan pautas de comportamientos y a los que, desde luego, se les dispensa todo lo que nos parece insoportable en el común mortal que carece de sus «credenciales». Michael Jackson y el drama de su vida y muerte son un paradigma de esto.
Sería bueno que este domingo nos preguntáramos con seriedad. ¿Por qué sigo a Jesús?