Sordos-¦ hasta para el Señor
Liturgia dominical
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES
L os humanos somos dados, unas veces por naturaleza y otra por «méritos», a juzgar a los demás según aparecen ante nuestros ojos; de hecho el mismo Jesús lo afirma en el Evangelio. La segunda lectura de este domingo nos recuerda que la fe en Jesucristo, el único Señor de todos los creyentes, no se compagina con la acepción de personas. Por lo tanto, no debemos estimar a los hombres por lo que aparentan o lo que tienen, sino por lo que son delante de Dios. Para el creyente, el hombre no es ni más ni menos que eso: un hombre. Y todo hombre, cualquiera que sea, es lo que es a los ojos de Dios y no lo que puede parecernos a nosotros. La caridad cristiana, por su propia naturaleza, exige ir más allá de las diferencias aparentes, reconociendo que todo hombre es persona y, por tanto, una imagen viva del Dios de la vida. El cristiano ha sido asociado por el Señor en el Bautismo a esa tarea de «hacer que todos tengan vida y la tengan abundante». Tal vez desde ese criterio sea más fácil entender el Evangelio de este domingo.
Un hombre es curado de su sordera, pero no sólo la física, sino la que lo aleja de los demás; es la misma enfermedad que, en buena medida, nos sigue aquejando a nosotros hoy. La sordera hacia las palabras e interpelaciones de los hermanos y, en general, hacia los retos de nuestro mundo no sólo se debe a nuestras limitaciones y perezas, sino, sobre todo, a nuestro escaso descubrimiento de Jesús y a nuestra sordera hacia su palabra. Es un motivo de alegría que la Biblia esté más cercana y sea más manejada en la vida de los católicos, pero nuestra capacidad de comprenderla no se mide por nuestros conocimientos sobre los géneros literarios, sino porque haya producido una mayor apertura solidaria hacia los demás. Si a un mayor conocimiento de la Escritura no siguiese como consecuencia un más intenso y mejor compromiso, podría significar que la estamos convirtiendo en arqueología o en entretenimiento piadoso.
Alguien recordaba que los humanos, y no pocos de los cristianos, tenemos varias sorderas: tenemos el tapón de la vanidad, que nos impide seguir a Cristo. Tenemos el tapón del egoísmo, que nos impide oír lo que Jesucristo dice sobre el amor al prójimo y al espíritu de servicio. Tenemos el tapón de la violencia y el de la avaricia. Y, por este tapón, junto a la hartura y el esplendor de muchos, aparece la miseria y el hambre de otros más que no aspiran, como es natural, más que a ocupar el sitio de los primeros. Tenemos tantos y tantos tapones obstaculizando nuestra audición para recibir el mensaje de Cristo, que resulta urgente acudir a Él para obtener el mismo resultado que el sordomudo del Evangelio. Y es importante y deseable que ocurra lo mismo con nosotros, porque el resultado práctico de tanto tapón como hay por el mundo está a la vista: la incomprensión, la violencia, la injusticia, la muerte.
El Señor nos ofrece su ayuda para vencer todo esto, la fuerza y el don de su Espíritu, pero nos exige nuestra colaboración, que no siempre será fácil y placentera, a veces será dolorosa, pero siempre llena de esperanza.