Diario de León
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León

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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Celebramos este domingo la fiesta de Todos los Santos, una de las fiestas más hermosas del calendario litúrgico, aunque para muchos se haya convertido en la fiesta de todos los difuntos. Además de ser un día en que podemos visitar los cementerios, es una ocasión no sólo para la celebración global de todos los santos, recordados durante todo el año, sino para la fiesta de los « muertos que han muerto en el Señor », porque ellos también son ya santos y bienaventurados. Es verdad que el recuerdo de nuestros seres queridos difuntos pone en el día un tinte de tristeza, que es consecuencia de nuestra condición de peregrinos. El gozo que nos proporciona la fe, por la que creemos que nuestros difuntos están ya en el reino de la paz, es perfectamente compatible con los legítimos sentimientos de dolor por la ausencia de quienes la muerte ha separado de nosotros.

Esta fiesta de hoy es como una fiesta de recolección. Es por ahora cuando los agricultores terminan de recoger los últimos frutos de la cosecha, antes del invierno y del tiempo de espera. La Iglesia, encarnada en la cultura agraria, tomó ejemplo para recoger minuciosamente y celebrar todo el copioso fruto de la redención, es decir, todo cuanto de bueno y justo ha granado en este mundo. Efectivamente, por eso se ha dicho que « hay más de Dios que de agua en cada gota de agua ».

No es, pues, la fiesta una reválida para confirmar a los santos ya acogidos en el calendario. Es más una repesca, para no dejar fuera de nuestro gozo y de nuestra memoria a aquellos y aquellas cuyos nombres ni figuran ni caben en el listado del resto de los días del año, pero que se recogen destacados en el libro de la vida. Es la fiesta de los bautizados en agua y Espíritu, pero también festejamos a los que recibieron el bautismo de sangre en su sacrificio por la justicia, y la de los que han sido bautizados en su deseo de contribuir con su trabajo y sus labores a construir un mundo más amable y humano. Celebramos, en definitiva, la gracia de Dios, que es germen y semilla de todo lo noble y bueno y justo y hermoso que abunda en la vida.

Ser santo es sentir la preocupación del desempleo y solidarizarse con quienes lo sufren. Ser santo es ofrecer nuestra amistad a quien se encuentra solo y abandonado. Ser santo es no aceptar la violencia a la que nos lleva la competencia ni el odio engendrado en las diferencias entre las personas. Ser santo es buscar la superación de todo lo negativo que produce sufrimiento en los demás. Ser santo es saberse hijo de Dios y saludar a Dios como Padre, lo que abre a una verdadera hermandad. Ser santo es vivir con la limpieza de corazón, sin segundas intenciones, ofreciendo confianza. Ser santo es tener esperanza y alegría, porque Jesús está con nosotros y anima a vivir de modo que, como las bienaventuranzas del evangelio, se invierta nuestro sistema de valores.

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