Diario de León
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Cada día su afán José-Román Flecha Andrés

En nuestra infancia, la muerte pertenecía al panorama habitual de nuestras vidas. En muchos pueblos las campanas tocaban «a agonía». Todos los vecinos se enteraban de esta forma que alguien estaba a punto de morir. Por supuesto, todos acompañaban su cadáver hasta el cementerio.

En las ciudades tampoco pasaba inadvertido el fallecimiento. Algunos de nosotros todavía recordamos el desfile que recorría nuestras calles para acompañar el cadáver hasta un determinado lugar. «Allí se despedía el duelo», según la expresión habitual.

Hoy han cambiado las costumbres, las normas municipales y el testimonio de la fe de los vivos. No es muy habitual el luto entre los parientes. El «cortejo» fúnebre se reduce a un discreto acompañamiento de coches con los familiares más cercanos. Muchos de los amigos o colegas del difunto no entran en la iglesia. Y en otros casos ni siquiera se solicita una ceremonia religiosa.

Es cierto que los primeros días de noviembre todavía hay numerosas personas que acuden al cementerio a depositar unas flores sobre la tumba de sus familiares difuntos. Pero todo nos hace pensar que nuestra sociedad ha tratado de desdramatizar la muerte. Es más, en muchos casos se puede decir que la ha convertido en un espectáculo más.

Solamente en casos especiales la muerte sigue conservando su dramatismo. Por ejemplo, cuando fallece un joven, cuando se trata de una persona vinculada al mundo de la literatura o del espectáculo, cuando la muerte se debe a un acto delictivo o cuando no aparece el cadáver.

Para los cristianos, la muerte no es el final del camino. Es un «paso» a la eternidad en la que brilla la misericordia infinita de Dios. La fe nos dice que nuestros hermanos difuntos siguen de alguna forma unidos a nosotros. Como decía el Concilio Vaticano II, «la Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo».

Esa fe es operativa. Por eso, añade el Concilio que la Iglesia «conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos . Esa costumbre nos une a la fe de nuestros hermanos judíos. En efecto, la Biblia alaba la piedad de Judas Macabeo con relación a los soldados caídos en combate, porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados» (2 Mac 12,46).

Pues bien, ése es el sentimiento cristiano. Agradecemos a Dios la vida de los que hemos amado y se nos han muerto. Oramos por ellos. Procuramos recordar los mejores ejemplos que nos dieron y hacer posible y real, con la ayuda de Dios, el mundo mejor que ellos esperaron.

Por otra parte, procuramos no desentendernos de los hermanos que, a nuestro lado, pasan por el trance del duelo. Nuestra cercanía y nuestra ayuda, si es el caso, es para ellos un testimonio sencillo y cordial del amor y la compasión de Dios.

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